En muchos aspectos de la vida, el dinero es negociable. En un mercado libre, es común intentar obtener el mejor trato. Sin embargo, hay contextos donde regatear no solo es inapropiado, sino que también puede ser una falta de respeto. Uno de estos contextos es el de los servicios personales e íntimos, como los que ofrece un gigoló.
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1. No se trata solo de tiempo, sino de presencia, energía y riesgo
A diferencia de otros servicios más impersonales, el trabajo de un gigoló implica mucho más que solo «estar presente». Requiere entrega emocional, buena presencia física, habilidades sociales, empatía, discreción y una capacidad de adaptación constante. Además, como en todo servicio personal, existe una exposición al juicio, a riesgos emocionales y físicos, y a la responsabilidad de satisfacer expectativas complejas.
Reducir su tarifa es, en cierta forma, reducir el valor de todo ese esfuerzo invisible.
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2. Profesionalismo también significa tener tarifas claras
Un gigoló serio no improvisa sus precios ni los cambia según la persona. Su tarifa refleja su experiencia, su preparación, su disponibilidad, su capacidad de mantener la confidencialidad, y también los costos indirectos de su trabajo (higiene, transporte, vestuario, salud, etc.). Pretender rebajar el precio es como decirle a un médico que debería cobrar menos por una consulta porque «no es tan grave».
No es solo una transacción: es un acuerdo profesional entre adultos que merece respeto.
3. La percepción de valor afecta la experiencia
Cuando se acepta una tarifa sin discutirla, se demuestra respeto por el servicio y por la persona que lo ofrece. Esto establece una base de confianza. Por el contrario, si el primer contacto gira en torno al regateo, lo que se transmite es desconfianza, desvalorización y una visión puramente utilitaria del gigoló. Y eso, inevitablemente, se refleja en la calidad del encuentro.
La conexión empieza desde la negociación. Si esta es incómoda o humillante, difícilmente el resto fluya bien.
4. Regatear dice más de ti que del gigoló
En este tipo de servicio, la actitud del cliente también construye la experiencia. Alguien que valora lo que recibe, que paga con elegancia y sin escatimar, suele recibir lo mejor del otro. Por el contrario, quien discute precios o busca rebajas demuestra una falta de comprensión sobre lo que está comprando.
Y hay algo que no se puede forzar: el deseo de agradar. Un gigoló puede cumplir, pero si se siente explotado o poco valorado, difícilmente dará lo mejor de sí.
5. Si no puedes pagarlo, quizás no es para ti
Como en todo servicio premium, hay que saber cuándo algo está por encima de nuestras posibilidades. No hay nada de malo en eso. Pero lo que sí es problemático es intentar rebajar un servicio que, por su misma naturaleza, exige calidad, dedicación y profesionalismo. Hay opciones para todos los bolsillos, pero eso no significa que deban adaptarse todos a un presupuesto bajo.
La madurez también está en saber cuándo decir: “no es para mí”.
Conclusión
Regatear puede ser aceptable en una feria o en un mercadillo. Pero cuando se trata de servicios íntimos, personales y de alto contenido emocional como los que ofrece un gigoló, lo más sensato es respetar las tarifas. No solo por ética, sino también por lógica: lo que se valora, responde con valor. Y un servicio bien pagado casi siempre se transforma en una experiencia mejor vivida.